Mirémoslo de frente: desde el 11-S, en nuestro mundo
estadounidense todo ha sido salvajemente desproporcionado. Es bastante
comprensible, cuando esos ataques fueron vividos como algo distinto de
lo que fueron. En lo más álgido del momento serían comparados con
aquellas películas de Hollywood que muestran la destrucción de una
ciudad o el fin del mundo (“Fue como un film de Godzilla”),
inmediatamente fueron apodados “el Pearl Harbor del siglo XXI” o
simplemente “Un nuevo día de la infamia”, y vividos por muchos como algo
muy cercano a un acontecimiento apocalíptico infligido a este país, el
equivalente a un ataque nuclear –como Tom Brokaw, de la NBC, dijo ese
día, “igual a un invierno nuclear en el bajo Manhattan” o, como tituló
el Topeka Capital-Journal haciendo referencia a una película de 1983, El día después,
sobre el apocalipsis nuclear. Por supuesto, no fue nada de eso. Un
desafío en absoluto imperial había golpeado a Estados Unidos sin aviso
previo, tal como lo había hecho Japón el 7 de diciembre de 1941, en una
acción que en lo fundamental era una declaración de guerra. Nada tenía
que ver con el ataque nuclear para el que Estados Unidos estaba siendo
preparado mentalmente desde el 6 de agosto de 1945 –como en los tiempos
que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, cuando los periódicos
dibujaban círculos concéntricos de la futura destrucción alrededor de
ciudades estadounidenses y las revistas publicaban imágenes de un país,
el nuestro, convertido en un erial en el que todo se había evaporado. Y
ahí estaban los restos de la torres gemelas del World Trade Center, a
los que cada día se llamaba el “Punto cero”, una expresión anteriormente
reservada a un sitio en el que había habido un estallido atómico. De
hecho, los ataques del 11-S, preparados por el más modesto de los grupos
a un costo estimado de entre apenas 400.000 y 500.000 dólares y
realizados por 19 secuestradores que utilizaron nuestros propias “armas”
(unos aviones comerciales) contra nosotros.
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