Una vez descendí en balsa por el río del Gran Cañón del Colorado, en
un viaje que compartí con un hombre agradable y de buen humor, que
estaba a cargo de una plataforma petrolera en el golfo de México. Le
gustaba hablar en contra de Nancy Pelosi, que acababa de ser nombrada
presidenta del Congreso. Un día le dije que a mí tampoco me gustaba
Pelosi porque sus posturas sobre diversos temas eran muy de derecha. El
hombre quedó anonadado; en su imaginario, Pelosi era la definición de la
capa exterior más izquierdista del universo, más allá de la cual no
existía nada.
Cuando el empresario petrolero no estaba
navegando, vivía en Colorado Springs; yo, en San Francisco. Tan solo por
la geografía, éramos especies exóticas el uno para el otro. Y además,
el viaje fluvial ocurrió en un período de 2009 cuando yo tenía la
costumbre de comentarle a desconocidos, con cierta frustración, que las
personas de mi ciudad podían ser tan cerradas como las de cualquier
comunidad de derecha. Vivíamos en nuestras respectivas burbujas,
predicando a los convencidos; y yo buscaba un cambio sustancial. Sin
embargo, mis conversaciones en la balsa no fueron particularmente
esclarecedoras. Disfruté del lenguaje coloquial del petrolero de Texas, y
hallamos una coincidencia en nuestro aprecio compartido por los
bizcochos de yogurt, pero ninguno de los dos cambió los puntos de vista
del otro sobre la industria del petróleo, ni intentó hacerlo, y quizás
sea por esto último que el encuentro me haya dejado un recuerdo
agradable.
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