En toda una serie de acontecimientos históricos mayores, la deuda
soberana era un elemento determinante. Fue el caso, a partir de
comienzos del siglo XIX, en los Estados que luchaban por su
independencia, en América latina desde México a Argentina, o Grecia.
Para financiar la guerra de la independencia, esos países nacientes
contrajeron préstamos con los banqueros de Londres en condiciones
leoninas, que les condujeron en realidad a un nuevo ciclo de
subordinación.
Otros Estados perdieron completamente, de forma
oficial, su soberanía. Túnez tenía una autonomía relativa en el Imperio
otomano, pero se había endeudado con los banqueros de París. Claramente,
utilizando el arma de la deuda, Francia justificó su puesta bajo su
tutela, y su colonización. Diez años más tarde, en 1882, Egipto perdió
también su independencia, primero ocupado por Gran Bretaña que quería
recobrar las deudas contraídas por el país con los bancos ingleses,
antes de ser transformado en colonia.
No se trata de un complot
global y sistemático. Cuando los republicanos independentistas griegos y
latinoamericanos acudieron a Londres para tomar prestados fondos, lo
que iba a ocurrir luego no estaba previsto por la monarquía británica.
Pero las grandes potencias percibieron muy rápidamente el interés que
podían tener en el endeudamiento exterior de un país para justificar una
intervención militar y una puesta bajo tutela, en una época en la que
estaba permitido hacer la guerra para recuperar una deuda.
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