Existió un tiempo en que lo íntimo era sagrado. La vida privada constituía una fortaleza a la que solo los familiares y un reducido círculo de amigos lograban acceder. Lo que sucedía de puertas adentro no era asunto de nadie y quien se atrevía a mirar por la ventana se arriesgaba a ser juzgado por intrusismo e indiscreción. Pero eso fue hace mucho tiempo, a juzgar por un presente donde la privacidad parece una palabra desprovista de significado, el exhibicionismo se ejerce sin rubor y el voyeurismo se acerca al estatus de práctica socialmente normalizada. Las redes sociales se fundamentan en una intromisión aceptada por todas las partes implicadas y cualquier momento íntimo es susceptible de convertirse en imagen a exponer ante el prójimo en cuestión de segundos. Las redes de home-swapping nos incitan a intercambiar residencia con desconocidos durante las vacaciones. Y las páginas de couch-surfing, a dejar que se acuesten en nuestro sofá mientras dormimos en la habitación contigua. Como sentenció en 2010 el mismísimo Mark Zuckerberg, la privacidad es “una norma social que ha evolucionado” hasta quedar obsoleta.
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