A la hora de analizar la crisis griega de
este verano —finalizada con la victoria del “No” en el referéndum del 5
de julio y la posterior, y sorprendente, aceptación por parte del
gobierno de Alexis Tsipras del durísimo Memorándum que le presentó la
Troika—, pocos han prestado atención al abandono de Yanis Varoufakis y
James K. Galbraith de la propuesta que en su momento llamaron “Modesta
proposición” y que estaba pensada para ofrecer una solución a la crisis
del euro [1]. Hablamos de una propuesta técnicamente brillante y
probablemente viable, pero que en ningún momento fue tomada en
consideración por la Comisión Europea y los demás gobiernos de la zona
euro. En una entrevista que concedió poco después del giro político de
Tsipras, Varoufakis admitió que su dimisión como ministro de Finanzas
(oficializada el día 6 de julio) se debió a la negativa de Tsipras de
iniciar, como respuesta a la actitud hostil de la Troika, la creación de
un sistema bancario paralelo a la moneda única en el que los pagos se
pudiesen efectuar en dracmas [2]. Por su parte, Galbraith afirmó en una entrevista al diario italiano Il Manifesto
que, en esos días de julio tan dramáticos, el gobierno, para hacer
frente a la Troika, no tenía ninguna otra opción que el Grexit [3].
Y en otro artículo volvió sobre el asunto pidiendo al gobierno de su
país que apoyase la salida de Grecia del euro como forma de
supervivencia ante una UE que calificaba de “reaccionaria, mezquina y
perversa” [4]. Ambos autores, pues, se habían dado cuenta de que
era inútil presentar planes intelectualmente sofisticados a “socios” que
no querían dialogar y cuyo único objetivo era tumbar a un gobierno
helénico que se había atrevido a cuestionar la feroz (e inútil)
austeridad; su sincero europeísmo se estrellaba ante un sistema de
gobernanza ademocrático y hegemonizado por un gobierno alemán
obsesionado con mantener su dominio político sobre el resto de la
Eurozona. Y al tratarse de grandes intelectuales, los dos economistas no
pudieron menos que aceptar la realidad y admitir, velis nolis,
que para la izquierda se abría una nueva etapa basada en: A) el
cuestionamiento de la moneda única y de la misma Unión Europea
(Galbraith); B) cuando menos la necesidad de no descartar a priori planes
alternativos, como la introducción de una moneda paralela al euro en
caso de no contar con la colaboración de la Troika (Varoufakis).
Desde luego, no fueron los únicos en llegar a esta conclusión. A partir
de mediados de julio, muchos intelectuales radicales y progresistas
—pensemos, entre otros, en Paul Krugman, Wolfgang Münchau y Oskar
Lafontaine, pero también en Francisco Louçã, Ignacio Ramonet, Owen Jones
y Perry Anderson— han pedido a la izquierda continental un
replanteamiento general sobre su aceptación de la moneda única y su fe
en el proyecto europeísta. Y, lo que es más importante, dentro de los
mismos partidos de la izquierda se ha activado una discusión en torno a
esta cuestión: Syriza se ha fracturado internamente y su ala izquierda,
partidaria de la ruptura con la UE, ha fundado “Unidad Popular”, un
partido que concurrirá por su cuenta a las elecciones generales griegas
de septiembre; en Portugal, el Bloco de Esquerda se ha sumado al Partido
Comunista en rechazar más sacrificios en nombre de la moneda única; en
Italia, el problema del euro está bien presente en los debates sobre
cómo volver a activar a la alicaída izquierda transalpina; y hasta en
Alemania empiezan a surgir voces dentro de Die Linke que piden a sus
dirigentes poner en tela de juicio el europeísmo históricamente
profesado por la organización [5]. En definitiva, la crisis griega ha abierto en la izquierda europea un debate que será tan intenso como irreversible.
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