En la modalidad en auge de guerras por delegación en Oriente Medio,
la de Yemen, que ya ha cumplido un año, resulta especialmente sucia. Es
la guerra sobre la que a todo el mundo le conviene callar. El número de
muertos, heridos y desplazados no alcanza cifras tan escandalosas como
las de Siria o Irak para que se hagan eco los grandes medios de
comunicación globales, y a remolque actúen los organismos
internacionales. Los recursos energéticos o geoestratégicos de Yemen
tampoco despiertan codicias tan abiertas como las norteamericanas o las
rusas en Afganistán, o las de todos en Libia. Y su emplazamiento condena
al país a ser el patio trasero del amigo saudí, para alivio de una
Europa incapaz de gestionar las múltiples crisis que se le agolpan.
Yemen, la Arabia felix latina, es hoy uno de los lugares más
lúgubres del planeta, cuatro años después de que un consenso sin
precedentes de grupos políticos y sociedad civil forzara a Ali Abdalá
Saleh, el dictador más longevo del mundo árabe tras Gaddafi, a abandonar
el poder.
Pero Saleh se marchó delegando poderes en Abd Rabbuh
Mansur Hadi, su vicepresidente, un militar sureño hábil en interpretar
el aire de los tiempos. El traspaso fue negociado con el Consejo de
Cooperación del Golfo (CCG), en un calculado intento de sus vecinos de
poner coto a una revolución que podía “infiltrarse” por sus fronteras.
Que ello implicara azuzar los enfrentamientos tribales, regionales y
sectarios que históricamente han asolado el país y que la revolución
yemení había conseguido aparcar, poco importaba. Más bien al contrario:
la sectarización es el arma más efectiva que, de momento, han encontrado
los Estados del Golfo en su particular batalla por el control de
Oriente Medio y contra Irán.
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