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sábado, 2 de abril de 2016

El sangriento petróleo lo explica todo

En la modalidad en auge de guerras por delegación en Oriente Medio, la de Yemen, que ya ha cumplido un año, resulta especialmente sucia. Es la guerra sobre la que a todo el mundo le conviene callar. El número de muertos, heridos y desplazados no alcanza cifras tan escandalosas como las de Siria o Irak para que se hagan eco los grandes medios de comunicación globales, y a remolque actúen los organismos internacionales. Los recursos energéticos o geoestratégicos de Yemen tampoco despiertan codicias tan abiertas como las norteamericanas o las rusas en Afganistán, o las de todos en Libia. Y su emplazamiento condena al país a ser el patio trasero del amigo saudí, para alivio de una Europa incapaz de gestionar las múltiples crisis que se le agolpan. Yemen, la Arabia felix latina, es hoy uno de los lugares más lúgubres del planeta, cuatro años después de que un consenso sin precedentes de grupos políticos y sociedad civil forzara a Ali Abdalá Saleh, el dictador más longevo del mundo árabe tras Gaddafi, a abandonar el poder.
Pero Saleh se marchó delegando poderes en Abd Rabbuh Mansur Hadi, su vicepresidente, un militar sureño hábil en interpretar el aire de los tiempos. El traspaso fue negociado con el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), en un calculado intento de sus vecinos de poner coto a una revolución que podía “infiltrarse” por sus fronteras. Que ello implicara azuzar los enfrentamientos tribales, regionales y sectarios que históricamente han asolado el país y que la revolución yemení había conseguido aparcar, poco importaba. Más bien al contrario: la sectarización es el arma más efectiva que, de momento, han encontrado los Estados del Golfo en su particular batalla por el control de Oriente Medio y contra Irán.

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