La crisis de los últimos años ha planteado un problema de identidad. Un país pequeño, con una larga historia. Un pasado glorioso lejano que a menudo se convierte en una carga y provoca hasta vergüenza, especialmente cuando, a los ojos de los extranjeros, somos desde hace décadas el país de las vacaciones, la mousaká y la retsina. Resulta que nosotros, que fuimos los viejos amigos del pensamiento, seguimos en suspenso, paralizados, y ni conseguimos poder pensar lo que nos sucede.
Ante el Parlamento, en Atenas, los enfrentamientos son cada vez más violentos. En ese lugar, donde hace tres años se manifestaban los “indignados” se alzan hoy las banderolas de los proeuropeos. El conflicto exacerbado por la desesperación y la incertidumbre conduce a la polarización. En sigilo, la sombra de la discordia nacional planea de nuevo, sesenta y cinco años después de una sangrienta guerra civil.
En un primer momento, la victoria electoral de Syriza creó una sensación de euforia, incluso entre algunos de los que no habían votado por ellos. Por primera vez, la clase política griega, asociada a las desgracias de los últimos años, no participaba en el gobierno. A ese soplo de esperanza de los primeros meses, cuando las negociaciones parecían acercarse a un punto de convergencia, sucedió un ambiente tóxico que ha socavado cualquier intento de diálogo.
La principal tarea que se había asignado Syriza era tratar de frenar la crisis humanitaria del país, que en los últimos años ha adquirido proporciones catastróficas. Pero es el único gobierno europeo que se opone a la austeridad, y, para más inri, es un gobierno de izquierdas con una visión política opuesta a la que defienden las elites económicas y políticas. Sus posiciones molestan a los acreedores y, poco a poco, se hace evidente que éstos quieren reducir Syriza a la nada.
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