El 27 de mayo pasado, la huelga de hambre de los presos palestinos
para protestar por las condiciones de las prisiones israelíes se
suspendió después de 40 días, en un momento en que muchos de ellos,
alrededor de mil huelguistas, sufrían ya un grave deterioro de salud,
por lo que la mayoría tuvieron que ser hospitalizados. Y con el sagrado
período del Ramadán a punto de comenzar estableciendo una continuidad
entre el ayuno diurno de los fieles y la desesperada protesta previa de
los presos. Quizá lo más sorprendente de este gesto extraordinario de
huelga de hambre prolongada y masiva fue que los medios de comunicación
de todo el mundo apenas consideraron que fuera digna de atención, ni
siquiera por parte de la ONU, que, de forma irónica, es regularmente
atacada por diplomáticos y medios occidentales por preocuparse
excesivamente de las fechorías israelíes.
Es necesario
reconocer que recurrir a una huelga de hambre colectiva es una forma de
resistencia política más exigente, provocada invariablemente por una
indignación prolongada, que requiere de valor y voluntad para soportar
su dureza por parte de quienes en ella participan, así como capacidad
para someter esa voluntad a una prueba tan dura como la vida misma.
Prescindir de la comida durante 40 días representa un compromiso heroico
que pone en riesgo la vida, algo que nunca se emprende a la ligera.
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