Cuando hablo de “El lugar de los poetas” me refiero en general a ese
lugar misterioso en el que se ponen las palabras a las cosas, ese lugar
en el que se crean palabras para el mundo. “El lugar de los poetas” no
se refiere sólo a la tarea de la poesía en sentido estricto, como algo,
digamos, “meramente estético”. Ese poder de “poner las palabras a las
cosas” se refiere, por ejemplo, a la operación de los revolucionarios
franceses cuando consiguen que la palabra “pueblo” remita sólo al tercer
estado y, al mismo tiempo, a la voluntad del conjunto de la nación.
También puede considerarse en este mismo sentido que la introducción de
la palabra “casta” por parte de Podemos es un acierto poético: las
élites que hasta entonces se presentaban como alternativas políticas
(divididas e incluso enfrentadas como “izquierda” y “derecha”, “rojo” y
“azul”) se hacen visibles, gracias a esa palabra, como una unidad en la
que resultan más relevantes las semejanzas que las diferencias (rescatan
a los mismos bancos, se jubilan en los mismos consejos de
administración, usan las mismas tarjetas black... etc.). Esta capacidad
de administrar semejanzas y diferencias a la hora de nombrar el mundo es
un elemento clave del poder político. Y constituye un problema central
de la historia de la filosofía al menos desde finales del siglo XVIII
(digamos que desde la Crítica del juicio de Kant) hasta nuestros
días. Lo que trato de hacer en el libro es un recorrido por el modo como
los grandes autores de la historia de la filosofía han pensado el
problema. No se trata ni mucho menos de un descubrimiento reciente. Y es
un mal negocio hacer como si hubiera que pensarlo todo desde cero
cuando podemos encontrar el asunto planteado de un modo insuperable en
los textos de las mejores cabezas de la historia de la humanidad. Es
siempre tentador pensar que uno mismo ha descubierto el Mediterráneo,
pero ni es verdad ni es la estrategia más eficaz para pensar bien las
cosas.
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