Estados Unidos se ha convertido en una fábrica de sanciones y las
aplica, bajo cualquier pretexto, con el objetivo de adueñarse o
controlar yacimientos de petróleo, agua o minerales que le sean
necesarios para tratar de recuperar la hegemonía económica mundial que
ha perdido en los últimos años.
Los tiempos han ido cambiando y
ya no es lo mismo lidiar con países que emergen con fuerza suficiente
para contraponérsele como China, Rusia, Irán, o algunos miembros de
asociaciones que luchan por mantener la independencia y soberanía de sus
naciones en América Latina, África y Asia.
El pasado 27 de
julio, el Senado de Estados Unidos ratificó con amplia mayoría, aprobada
anteriormente en la Cámara Baja, la imposición de nuevas sanciones
contra empresas y ciudadanos rusos, así como contra Irán y Corea del
Norte.
El proyecto de ley fue enviado a la Oficina Oval y el presidente Donald Trump lo firmará para que entre en vigor.
En el caso de Rusia, las medidas van dirigidas contra su sector
energético y financiero, personas que Washington considera sospechosas
de lanzar ciberataques; empresas a las que acusa de proveer armas a
Damasco, y a otros ciudadanos que culpa de interferir en las elecciones
presidenciales del pasado año, sin que existan pruebas.
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