Hace unos días, tres árboles Gingko que mi mujer y yo habíamos
plantado frente a nuestro hogar en Durham, Carolina del Norte, sufrieron
un asalto a mansalva. Cuando salí a defenderlos de un tropel de
trabajadores que excavaban hoyos gigantescos justo al lado de las raíces
de esos árboles para enterrar cables de fibra óptica, largos y sinuosos
y amarillos como serpientes, me animaba no solo el deseo de salvar a
esos hermosos retoños de las depredaciones de la modernidad, sino
también inspirado por la memoria de la primera vez, treinta y tres años
atrás en Hiroshima, que supe de los Gingko, la primera vez que tuve la
suerte de conocerlos.
–Tiene Usted que ver los Hibakujumoku, los
árboles sobrevivientes –me dijo Akihiro Takahashi, el director del Museo
Memorial de la Paz de Hiroshima, casi comandándomelo imperiosamente al
final de una larga conversación en su oficina–, tiene que ver los
Gingko.
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