De aquella carretera, sembrada de muerte y terror, llegaron miles de refugiados al único reducto andaluz aún republicano, la ciudad de Almería. El médico canadiense Norman Bethune iba con su equipo en ambulancia buscando supervivientes en las calles o en las aceras del puerto, donde «solamente se movían para mordisquear alguna hierba. Sedientos, descansando o vagando temblorosos sin rumbo». No fue la peor estampa que este médico se encontró entre la gigantesca columna de los refugiados. Otra de sus tareas sería recoger a «los muertos esparcidos entre los enfermos con los ojos abiertos al sol».
El gobernador civil de Almería, MorónDíaz, amparó en las primeras semanas de febrero de 1937 a 100.000 evacuados. «Granadinos y malagueños, venían por la carretera en una huida a ninguna parte», apunta el investigador Eusebio Rodríguez Padilla a Público. En menos de un mes, Almería triplicó sus habitantes. «Pasaron de 50.000 a una cifra desorbitada: 150.000 personas para las que no había apenas recursos».
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