El referéndum sobre la salida del Reino Unido de la Unión Europea fue
todo un acto de democracia, plena y por derecho. Lo que ocurre es que
estamos tan poco acostumbrados a ella, que nos parece algo ridículo,
estrambótico o peligroso. Al igual que en la campaña por el referéndum
griego (cuyo resultado fue traicionado enseguida por Alexis Tsipras, hoy
día uno de los mejores vasallos de los burócratas europeos), la campaña
por el referéndum del brexit estuvo llena de juego sucio, de
apelaciones al miedo y de amagos de chantaje. A la mañana siguiente, y a
la vista del resultado, desde todas las instancias institucionales
europeas y medios de comunicación de los establishment europeos,
se proclamaba el cataclismo británico, el desprecio a la democracia y al
conjunto de la ciudadanía, incluso la posibilidad de dictar ciertas
normas de regulación futura de los referéndums, que establecieran
mínimos de porcentaje de participación, así como mínimos de diferencial
de voto afirmativo y negativo. En los corrillos europeos se argumentaba
que "esas decisiones tan importantes no pueden dejarse a la elección
ciudadana", porque claro, "el pueblo se puede equivocar". Los programas
informativos cargaban contra las nefastas consecuencias que tendría el brexit, aumentando la crispación e histeria popular alrededor del tema.
Enseguida
se habló de la brecha generacional (los jóvenes votaban permanecer, los
mayores abandonar) y de la brecha territorial (Gales, Irlanda y Escocia
votaban permanecer, Inglaterra abandonar), intentando explicar los
diversos factores que podrían haber concurrido en el inesperado
resultado. Algunos británicos comenzaron a declarar abiertamente que se
arrepentían de su votación, se abrió una petición popular para repetir
el referéndum y la Primera Ministra de Escocia salía anunciando que su
país se sentía defraudado por los resultados y que exigía la celebración
de un nuevo referéndum de independencia, habida cuenta de que uno de
los argumentos principales de los que votaron permanecer en el Reino
Unido era precisamente continuar perteneciendo a la Unión Europea. Pero
lo cierto es que sobre todo ese ruido el pueblo había dicho brexit.
Las bolsas comenzaron a caer, ante la incertidumbre de los mercados, la
libra y el euro a depreciarse y los gibraltareños (muy británicos,
ellos) a preocuparse sobre su futuro. Es una crisis en toda regla en
esta desalmada Unión Europea que contempla con estupor cómo uno de sus
buques insignia abandona el club y teme el efecto contagio sobre otros
países, con la consiguiente pérdida de poder del chiringuito que
controla las decisiones europeas. Justo por todo ello el brexit representa un halo de esperanza.
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