Poco a poco el temor se ha ido instalando en nuestras conciencias.
Habitualmente se trata de una angustia social ante la posibilidad de
quedar marginado por causas económicas, por falta de capacidad para
adaptarnos a esta sociedad enferma o por la posibilidad de la soledad si
no se entra en las nuevas dinámicas de relación personal. Todos estos
miedos, que son constantemente usados por el sistema para colocarnos
dócilmente en los engranajes correspondientes, no son nítidos, sino que
quedan soterrados generando una presión constante en nuestras vidas.
Pero, aún así, esa emoción difusa, que genera un malestar constante, no
tiene ni punto de comparación con el pánico agudo que sacude a las
sociedades opulentas cuando acontece un atentado terrorista
indiscriminado como el de Niza y que se sigue replicando en los ataques
de Alemania y Normandía.
En el momento en el que sucede un
atentado de este tipo tomamos conciencia de nuestra fragilidad, tanto
como simples cuerpos vulnerables, como por la imposibilidad de predecir y
protegernos ante la emergencia de los bárbaros. En una sociedad
superficial y derrochadora como la nuestra, un crimen de esta magnitud
acaba por despertar cavilaciones existenciales, pues en el telediario,
justo al antes de la banal imagen del último juego de “realidad
aumentada”, aparece el llanto de los familiares de las víctimas. Y,
entonces, un escalofrío auténtico nos recorre el cuerpo, porque el ser
humano no solo puede engordar, envejecer y enfermar, sino que, en
realidad, no somos más que mera carne a merced de las balas, los
explosivos o los camiones. En ese momento, hasta el ser humano más
idiota siente la irrefrenable necesidad de hacer algo y entonces se hace
un selfie con la bandera francesa de fondo o pone un lazo negro en su
Facebook. Todos somos Charlie Hebdo, París, Niza,… Hecho el gesto, la
mayor parte de las personas se sienten satisfechas.
Por eso,
para que penetre bien el miedo en nuestras fofas entrañas, los medios
repiten machaconamente los mensajes y las imágenes. Los terroristas son
incontrolables e incomprensibles. Son lobos solitarios, nihilistas,
perturbados, con afán de notoriedad o bien son instrumentos en manos de
redes subterráneas que les lavan el cerebro para que obedezcan
ciegamente su mandato destructivo. En cualquier caso, preferiríamos que
fueran absolutamente extranjeros, para poder dejar en las tinieblas
cualquier reconocimiento de lo humano. Pero son nuestros vecinos,
cualquiera de ellos. Son imposibles de reconocer, porque, como dice la
tele, puede ser un devoto musulmán, un juerguista que no pisa la
mezquita, un barbudo abstemio, una mujer que fuma y bebe, un chaval con
pinta de empollón,... Los testimonios se repiten: hasta ese momento todo
el mundo pensaba que ese muchacho era “normal”. Lo que queda claro es
que no estamos a salvo en ningún sitio, por eso se necesitan medidas
excepcionales. Y sumisamente aceptamos cacheos, toques de queda,
grabación en la calle, espionaje en nuestros ordenadores,…, lo que sea
necesario en este perpetuo estado de emergencia nacional, porque los
ciudadanos decentes no tenemos nada que ocultar.
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