Los nexos entre pensamiento y lenguaje alcanzan especial relieve en asuntos históricos, políticos y culturales. Sería erróneo resignarse
ante el mal uso de términos y conceptos, y, aún peor, soslayar o
menospreciar debates en temas como las relaciones de los pueblos de
nuestra América y los Estados Unidos.
En ese terreno se requiere
claridad acerca del origen, el devenir y los propósitos —pasados y
actuales, y hacia el futuro— de la nación construida sobre las que
fueron Trece Colonias británicas. Se formó a base del exterminio o la
segregación —en “reservas” similares al apartheid impuesto en
Sudáfrica por los herederos de la colonización inglesa— de los
pobladores originarios de las tierras inicialmente ocupadas por dichas
Colonias.
Tras la violenta conquista del Oeste —manipulada por la
creciente maquinaria cultural con que los conquistadores satanizaron a
las víctimas y se presentaron como los misioneros y garantes de la
civilización— la nación usurpadora siguió desbordando fronteras. A
México le arrebató más de la mitad del territorio, robo en cuya estela
se situaron los disturbios azuzados por un sombrío personaje, Augustus
K. Cutting. En él vio José Martí, adelantado conocedor de aquella
sociedad, el símbolo de una patria que primó sobre la representable con
el nombre de Abraham Lincoln, la que tampoco era para idealizar.
El “leñador de ojos piadosos” retratado en Madre América —discurso
martiano centrado en deshacer mistificaciones imperiales— no frenó la
orientación dominante de su país. Triunfó una libertad conceptuada por
Martí como “ señorial y sectaria, de puño de encaje y de dosel de
terciopelo, más de la localidad que de la humanidad, una libertad que
bambolea, egoísta e injusta, sobre los hombros de una raza esclava”.
El
presidente se prestigió con la lucha antiesclavista que unificó a su
nación en un capitalismo de corte moderno. Pero, con respecto a Cuba, “
pudo oír sin ira que un demagogo le aconsejara comprar, para vertedero
de los negros armados que le ayudaron a asegurar la unión, el pueblo de
niños fervientes y de entusiastas vírgenes que, en su pasión por la
libertad, había de ostentar poco después, sin miedo a los tenientes
madrileños, el luto de Lincoln”. Del propio Martí —quien fuera uno de
aquellos niños— son esas palabras en otro texto nacido, como el discurso
antes citado, de las graves preocupaciones que le causaba un congreso
internacional sobre el que este artículo ha de volver.
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