Nacionalizar empresas ya no es un tema tabú para ningún estado. En otras épocas, no muy distantes de las actuales, entre 1980-1990, la primera ministra británica Margaret Thatcher revolucionó la economía británica. Su desastre económico mutado a éxitos por los medios hegemónicos inspiró al resto de los países europeos y latinoamericanos para que adoptaran políticas liberales. El modelo de privatización y desregulación de Thatcher coincidió con el colapso de la Unión Soviética en 1991. Fue el fin del auge de la empresa pública.
Tras la década de 1990 y los inicios de las privatizaciones del siglo XXI y sus desastrosos resultados, la crisis económica de 2008 devolvió un papel central a la propiedad estatal; el brote de COVID-19 dio como resultado un salvataje divino a los funestos resultados económicos, un respiro teórico permitiendo el rescate de las empresas por parte del Estado, y también abrió las puertas a un aire fresco de financiamiento a las principales empresas, lo que representó endeudamiento público para beneficio privado. La lista de sacar provecho al Estado es larga: rescates bancarios y empresas aeroespaciales dieron el puntapié inicial, energéticas, mineras y, por fin, tecnológicas, dan el último sprint a un negocio que oscila entre beneficios, crecimiento e intrigas de seguridad nacional, todo por el mismo precio.
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