Cuando se publicó mi libro Searching Jenin [En busca de Yenin]
poco después de la masacre israelí en el campamento de refugiados de esa
ciudad cisjordana en 2002, muchos medios de comunicación y algunos
lectores me cuestionaron en varias ocasiones que definiese como
“masacre” lo que Israel representaba como una batalla legítima contra
“terroristas” del campamento. Ese cuestionamiento estaba orientado a
trasladar el discurso de un debate sobre posibles crímenes de guerra a
una disputa técnica sobre la utilización del lenguaje. La evidencia de
las violaciones de los derechos humanos por parte de Israel les
importaba bien poco.
Este reduccionismo es el que opera frecuentemente
en el preludio a cualquier discusión relacionada con el llamado
conflicto árabe-israelí: los acontecimientos se representan y se definen
utilizando una terminología polarizada que concede escasa atención a
los hechos y a los contextos y que se centra esencialmente en las
percepciones y en las interpretaciones.
Por lo tanto, a esos
mismos individuos también les debe importar poco que haya jóvenes
palestinos, como Isra 'Abed, de 28 años, disparado en repetidas
ocasiones el 9 de octubre en Afula, y Fadi Samir, de 19, asesinado por
la policía israelí unos días antes, que lleven navajas para defenderse y
que acaben siendo disparados por la policía israelí.
Hay quienes siempre acabarán aceptando que los hechos
son los que relata el discurso oficial de Israel aun cuando haya un
vídeo que arroje luz y cuestione la versión oficial israelí y revele,
como en la mayoría de los casos, que los jóvenes asesinados no
representaban ninguna amenaza. Isra, Fadi, y todos los demás son
“terroristas” que ponen en peligro la seguridad de los ciudadanos
israelíes y, por desgracia, en consecuencia, tuvieron que ser
eliminados.
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