Se dice que Dios es brasilero, no el Dios de la ternura de los
humildes, sino el Moloc de los amonitas que devora a sus hijos. Somos
uno de los países más desiguales, injustos y violentos del mundo.
Teológicamente vivimos en una situación de pecado social y estructural
en contradicción con el proyecto de Dios. Basta considerar lo que
ocurrió en las prisiones de Manaus, Rondônia y Roraima. Es pura
barbarie: la furia decapita, perfora los ojos y arranca el corazón.
No hay una violencia en Brasil. Estamos asentados sobre estructuras
histórico-sociales violentas, oriundas del genocidio indígena, del
colonialismo humillante y del esclavismo inhumano. Y no hay cómo superar
esas estructuras sin antes superar esta tradición nefasta.
¿Cómo hacerlo? Es un desafío que demanda una transformación colosal de
nuestras relaciones sociales. ¿Será posible todavía o estamos condenados
a ser un país paria? Veo que es posible, a condición de seguir, entre
otros, estos dos caminos elaborados desde abajo: la gestación de un pueblo, a partir de los movimientos sociales, y la instauración de una democracia social de base popular.
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