Conócete a ti mismo. Esta frase acudió a mi mente poco después del
triunfo de Donald Trump al observar la sorprendente reacción mía ante el
acontecimiento. Cuando la tan conocida frase apareció en mi cabeza, yo
no tenía idea de que fuera tan antigua, ni que proviniera de Grecia, ni
que –según el escritor griego Pausanias (de quien nada sabía hasta que
leí su nombre en Wikipedia)– en realidad era una máxima délfica labrada
en la piedra del patio delantero del templo de Apolo. Esto podría ser
visto como la triple hélice de mi ignorancia extendiéndose hacia el
pasado hasta... bueno, mi nacimiento en un Estados Unidos muy diferente
hace 72 años.
De tos modos, la cuestión es que yo no sabía de mí
ni la mitad de lo que imaginaba. Puedo agradecer a Donald Trump el que
me recordara esa verdad fundamental. Por supuesto, es imposible que
sepamos nunca qué está rondando dentro de la cabeza de las personas con
que nos cruzamos en este nuestro curioso planeta, pero nosotros ¿somos
unos extraños? Supongo que si ahora mismo estuviera grabando algo en el
patio delantero de mi propio templo délfico, podría ser: ¿Quién me conoce? (Yo no.)
Plantéese
esto el lector como una breve introducción a un misterio con el que
tropecé en las primeras horas del día siguiente al de nuestras recientes
elecciones. Sencillamente, no podía aceptar que Donald Trump hubiese
ganado. No, precisamente él. No, en este país. No; ni en un millón de
años.
Tenga en cuenta que durante la campaña yo había escrito
varias veces sobre Trump, dejando siempre abierta la posibilidad de que,
en el trastornado (y trastornante) Estados Unidos de 2016, él pudiera
ciertamente derrotar a Hillary Clinton. Era una conclusión que dejé de
lado cuando, en las últimas semanas de la campaña, como tantos otros, me
quedé enganchado en las encuestas y los dichos de los expertos que las
comentaban.
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