Todavía recuerdo ese aspecto petulante en su rostro y después los
comentarios como si tal cosa que hicieron reír con ganas a los
periodistas occidentales. “Ahora les voy a enseñar una foto del hombre
más afortunado de Iraq”, dijo el general Norman Schwarzkopf (conocido
como ‘ Stormin ’ Norman) en una rueda de prensa allá por 1991 mientras
mostraba un vídeo de un bombardeo estadounidense que destruía un puente
iraquí segundos después de que un conductor iraquí lograra cruzarlo.
Pero
entonces, en 2003, siguió una invasión y guerra mucho más injusta,
después de un asedio que duró una década y costó a Iraq un millón de sus
niños, además de toda su economía.
Aquello marcó el final de la
sensatez y la disipación de toda ilusión pasada de que Estados Unidos
fuera amigo de los árabes. Los estadounidenses no solo destruyeron la
pieza central de nuestra civilización y de nuestra experiencia colectiva
que habían durado siglos, sino que disfrutó degradándonos en ese
proceso. Sus soldados violaron a nuestras mujeres con obvio deleite.
Torturaron a nuestros hombres y posaron en fotos con los cuerpos muertos
y mutilados, unos recuerdos para prolongar la humillación durante la
eternidad, masacraron a nuestro pueblo y lo explicaron en términos
refinados como daño colateral necesario e inevitable, volaron nuestras
mezquitas e iglesias, se negaron a aceptar que lo hecho en Iraq a lo
largo de veinte años constituye posiblemente crímenes de guerra.
A
continuación expandieron su guerra y la llevaron tan lejos como podían
alcanzar los bombarderos estadounidenses, torturaron y arrastraron a sus
prisioneros a bordo de grandes barcos argumentando astutamente que la
tortura en aguas internacionales no constituye un crimen, colgaron a sus
víctimas en cruces y las fotografiados para entretenimiento futuro.
Sus
artistas, expertos mediáticos, intelectuales y filósofos hicieron
carrera diseccionándonos, deshumanizándonos, despreciando cuanto nos es
querido; no se libró un solo símbolo, profeta, tradición, valor o
conjunto de conductas. Cuando reaccionamos y protestamos por
desesperación, nos censuraron aún más por ser intolerantes al no
apreciar el humor ante nuestra desaparición, utilizaron nuestros gritos
airados para poner aún más de relieve su sentimiento de superioridad y
nuestra humildad impuesta.
Afirmaron que fuimos nosotros quienes
empezamos todo. Pero mintieron. Fue su redomado y exagerado sentimiento
de superioridad lo que les hizo considerar que el 11 de septiembre de
2001 era la inauguración de la historia. Carecía de importancia todo lo
que nos habían hecho, todas las experiencias coloniales y la
interminable carnicería de personas morenas y negras, de cualquier
hombre o mujer que no tuviera su aspecto o mantuviera sus valores.
Sem comentários:
Enviar um comentário