En el siglo XVII, París podría haber sido considerada la ciudad del olor a muerte. Los sepelios se habían convertido en un gravísimo problema. Los entierros se llevaban a cabo bajo el pavimento de las iglesias de manera tan precaria que, al producirse la putrefacción de los cadáveres, los olores más nauseabundos se precipitaban al exterior. Los feligreses en general, asiduos visitantes de los templos, comenzaron a quejarse y optaron por acudir a rezar a las iglesias de los monasterios para huir de las “pestilentes exhalaciones”.
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