Regreso a Ítaca, desde una
de las esquinas que permite mirarla, es el reflejo de esa aspiración; es
lo que se esconde, si uno puede encontrarlo, en la trama, titubeante
por momentos, del último filme del francés Laurent Cantet.
Desde una terraza de La Habana, los amigos de un escritor cubano que se
fue y que ha decidido volver para quedarse, enfrentan el exorcismo de
sus propias vidas, desgranando las mentiras o medias verdades que ellos
mismos se creyeron, para, a continuación, asistir a su desplome.
Cuatro hombres y una mujer, que no son la única realidad de Cuba, pero
sí una parte de ella, repasan aquellas historias que llevan 40 años
siendo eso, historias, pero que los protagonistas de este viaje al ser
humano desnudo, les han servido para excusarse y renunciar a una vida,
con mayúsculas, por la que debieron luchar a brazo partido.
Amadeo (Néstor Jiménez) no quiso pelear contra los errores que veía y se
quedó en España, y, a Rafa (Fernando Hechavarría), un revés simple lo
frustró y, sin más, se dejó dominar por quién sabe cuántas botellas de
ron. Tania (Isabel Santos), que aceptó las promesas de las comodidades
que vendrían del exterior y permitió que el padre de sus hijos se los
llevara a EEUU, sin embargo repudia lo que la vida fácil significa en
Cuba y que ella personaliza en Eddy (Jorge Perugorría), quien dice y
repite que decidió “vivir bien”, aunque sabe que sólo es funcionario
mediocre hasta en su capacidad de corromperse y que sabe, además, que no
le va a salir a cuenta su elección.
Eddy es, al tiempo, un
personaje de picos; el que se burla del bullicio amoroso regado por el
barrio habanero diciendo: “ (…) señores, aquí está el pueblo más culto
del mundo” para, a renglón seguido, retar a sus amigos a que reciten (y
lo hacen de memoria) pasajes de Vargas Llosa.
Luego está Aldo (Pedro Julio Díaz); pero Aldo es otra cosa. Aldo es la conciencia.