Hay algún problema en definir y asumir el término “civilización”, que tantas veces se ha utilizado y se sigue utilizando, de manera contradictoria, para justificar una intervención violenta o una conquista militar. Pero es en realidad una palabra muy hermosa a la que
deberíamos aferrarnos, a condición de oponerla no a barbarie -como hacen
nuestros imperialistas- sino a “domesticidad”, según la fecunda
argumentación de Toni Domenech. “Civil” es lo contrario de “doméstico” y
“civilización” lo contrario de “domesticación”. Cualquier fuerza, por
tanto, que promueva la domesticación de los humanos, es decir, su
confinamiento en los asuntos privados o domésticos y su “amaestramiento”
y sumisión, puede calificarse de “incivilizada”. Fuerzas incivilizadas
han sido históricamente los ejércitos, las iglesias y los reyes; la
combinación de estas tres fuerzas en un marco de guerra generalizada
determina lo que podemos muy bien llamar un “retroceso civilizacional”
o, más radicalmente, un “batacazo civilizacional”. Un “batacazo” de este
tipo lo vivimos hoy en el Próximo Oriente, donde la malograda aventura
de la revolución democrática ha dado paso a la violencia armada, el
regreso de la dictadura y el dominio asfixiante de la religión.
Un
“batacazo civilizacional” fue sin duda nuestra guerra civil y los 40
años de dictadura que la siguieron. Se trató, claro, de una “lucha de
clases” pero también de una lucha de luces y de cuerpos en la que la
clase victoriosa impuso, a través de la fuerza militar, de la represión
religiosa y de la dictadura política, una extrema visión “domesticadora”
que se tradujo de manera consecuente en el amaestramiento del lenguaje y
de la sexualidad, los dos índices asociados a través de los que se
miden -como el IBEX mide las fluctuaciones del mercado- los avances y
retrocesos de la civilización. Toda guerra de civilización es, en
definitiva, una guerra en torno a las palabras y los cuerpos y no puede
extrañar que todo ejercicio violento de domesticación vaya acompañado
siempre de dos fenómenos inseparables: un empobrecimiento de la lengua,
que pasa a estar dominada por el eufemismo y la retórica, y una
cosificación del cuerpo femenino, encerrado de nuevo en el espacio
doméstico del deseo pasivo y la reproducción sexual.
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