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quinta-feira, 27 de agosto de 2015

Migraciones y refugio en la Europa de los valores

Decir algo nuevo sobre lo que ocurre en los últimos años, y que se agudiza en las últimas semanas, en el Mediterráneo no resulta fácil ni sencillo. Pero, además, posiblemente no deba de ser ese el objetivo de cualquier nueva interpelación sobre la llamada crisis de la emigración en el sur de Europa. Bien al contrario, lo urgentemente necesario es sumar voces de denuncia ante la brutal violación que reiteradamente se comete sobre los valores y derechos humanos más elementales de miles de personas. Podríamos hablar largo del derecho al libre tránsito de las personas, del derecho al asilo y de otros varios derechos recogidos en todas y cada de una de las declaraciones y convenios internacionales que Europa siempre ha firmado e incluso promovido con un importante protagonismo.
Sin embargo, hablamos y denunciamos la violación del derecho más básico, pero al mismo tiempo del más fundamental para el ser humano: el derecho a la dignidad como persona. El de no ser considerado como un animal al que se puede zarandear, encerrar, golpear, insultar o, simplemente, alargar en su agonía tras sesudos análisis de coyuntura y discusiones sin fin sobre cuotas o repartos de cupos.
El Mediterráneo se ha convertido en la mayor fosa común de la historia y sus fondos van camino de ser una alfombra macabra de huesos humanos de todos los tamaños. Sus islas, que en el imaginario literario e histórico siempre las hemos pensado como puntos de transición de culturas, pueblos y civilizaciones, o como pequeños espacios de tierra que salvan de naufragios, hoy se convierten en campos de concentración y bases navales militares para la represión y la disuasión. A esto se suman alambradas y muros fronterizos que se levantan, o declaraciones grandilocuentes sobre los valores humanistas de la vieja Europa.
Pero mientras, esa misma Europa se sigue encerrando en sí misma y trata de extender entre sus habitantes un cierto sentimiento de prevención y temor hacia las oleadas de emigrantes africanos y asiáticos que llegan exhaustos a playas y muros que bloquean su paso. Y en paralelo se busca hacer olvidar que precisamente este viejo continente es posiblemente el mayor migrante que ha tenido la historia del mundo. Emigración en el interior de sus fronteras, desde el norte hacia el sur y viceversa, y hacia el exterior, siempre en función de las diferentes épocas, intereses y guerras que lo han asolado continuamente. Ejemplos viejos son las migraciones de los pueblos del norte (llamados “bárbaros”) hacia el decadente imperio romano; ejemplos más recientes, los movimientos de miles de personas de los países del sur que en los años 50 y 60 del siglo pasado emigraban hacia el norte en busca de trabajo y de una vida mejor y que en los años más recientes se repiten, especialmente entre nuestra juventud ante la falta de expectativas laborales y de vida, por los ajustes y recortes neoliberales. Ejemplos intermedios en ese tiempo histórico, pero también altamente ilustrativos, han sido también la salida migratoria masiva de españoles, alemanes, irlandeses, suecos, escoceses o vascos, hacia el continente americano, y esto desde hace más de cinco siglos, y con intenciones, en la mayoría de las ocasiones, de sometimiento, conquista y explotación de los pueblos que habitaban esos territorios.

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