Desde Marruecos y bajando por la cornisa atlántica hasta Ciudad del Cabo (Sudáfrica) o, tal vez, desde las costas mozambicanas hasta las
somalíes. Desde Mombasa (Kenia) hasta algún lugar aislado de la
República Democrática del Congo. Una de las apreciaciones de cualquier
persona que viaja por el continente africano es que, cuando cae la luz
del sol, la penumbra es más bien generalizada. Linternas de fabricación
china, lámparas de queroseno o móviles sirven de alumbrado público,
sobre todo en las zonas rurales, aunque ahora, también, multitud de
placas solares pueblan los techos de chapa de muchas aldeas aisladas.
Hace casi un siglo y medio, Thomas Edison afirmaba que haría de
la luz eléctrica un producto tan barato que sólo los ricos podrían
permitirse el lujo de quemar velas. Él, aunque con algún lío de patentes
(léase “robo de idea”) de por medio, fue el inventor de la bombilla que
tanto revolucionó al mercado y al mundo. Sus aspiraciones serían hoy
tachadas de “demasiado socialistas” y contra natura de las grandes
multinacionales que obtienen ganancias a costa de los contribuyentes
empobrecidos. La historia parece haber sido otra.
Hoy en día dos
tercios de la población viven sin electricidad en África, o, lo que es
lo mismo, 621 millones de personas. Y las cifras van en aumento. Una
caldera hierve dos veces al día en Alemania y utiliza cinco veces más
electricidad de la que pueda utilizar una persona en un año en Mali.
Otro ejemplo revelador: Nigeria, con un 27 por ciento, es el mayor
exportador de petróleo del continente (Argelia, 21 por ciento; Libia, 17
por ciento), pero 93 millones de habitantes dependen de la leña y el
carbón vegetal para obtener calor y luz. Con las tendencias actuales no
hay ninguna posibilidad de que África llegue a la meta mundial que se propuso la ONU para el 2030 de asegurar el acceso universal a servicios energéticos modernos.
A
diferencia de las sequías, las epidemias y el analfabetismo, la crisis
energética del continente africano rara vez es noticia. Y los costos
sociales, económicos y humanos son devastadores: una electricidad
inadecuada y poco fiable socava la inversión; los gases tóxicos
liberados por la quema de leña y estiércol matan a 600.000 personas al
año, la mitad de ellos niños y niñas; muchos hospitales se ven
boicoteados por los incesantes cortes de luz que afectan a los equipos
médicos de salud; algunas empresas en Tanzania y Ghana están perdiendo
el 15 por ciento del valor de las ventas como consecuencia de la energía
intermitente de la que disponen; la mayoría de las y los escolares de
África asiste a clases donde no tiene acceso a la electricidad (de
hecho, el porcentaje que sufre esta situación alcanza un 80 por ciento
en Burkina Faso, Camerún, Malawi y Níger).
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