Cuando, en diciembre de 1896 Alfred Nobel murió dejó una de las más grandes fortunas privadas del mundo, y su testamento exhibía el fruto de sus ingresos, más de trecientas cincuenta patentes internacionales que lo habían hecho famoso y millonario: el desarrollar nuevos tipos de explosivos, la pólvora sin humo (llamada balistita) y obviamente, la dinamita, entre otros. Su nombre estaba estrechamente vinculado con el arte de la guerra, es decir, con la destrucción, la muerte y el horror. Pero ese sombrío pasado fue prolijamente escondido, al igual que la inexistencia de un Premio Nobel de Economía.
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