Cuando en 1883 la erupción del volcán Krakatoa, en Indonesia –por aquel entonces colonia holandesa– produjo un maremoto con tremendas olas de hasta 40 metros de altura provocando la muerte de 40.000 habitantes, un diario en Ámsterdam tituló la noticia: “Desastre en lejanas tierras. Mueren ocho holandeses y algunos lugareños”. ¡Qué racismo!, podríamos decir hoy escandalizados. Pero la historia no cambió mucho 140 años después. Muchas voces hablaron alarmadas de los refugiados ucranianos, porque –decían– se puede entender el porqué de la “caterva de inmigrantes ilegales” (¿despreciables?) que llegan a Europa si son negros (africanos) o a Estados Unidos con aspecto aindiado (latinoamericanos), pero resulta desolador (para esas voces, claro) si se trata de “rubios de ojos celestes”, tan europeos como la gente de los países donde piden asilo. El racismo no parece tener cerca su extinción.
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