El hombre de barba anglosajona (candado) sostiene su perro con un brazo
mientras señala con un dedo a alguien que pasa. “No, no es odio”, dice,
agitado. “Tengo todo el derecho del mundo a pensar que mi raza es
superior. Está probado que la raza blanca es más inteligente que la
negra. No es odio, no. Quienes no nos permiten expresarnos son quienes
sufren de odio. No nosotros”.
Aparte de ser una moda, esa de acusar a
los demás de lo que uno mismo sufre (según Trump, no hay en el mundo
alguien menos racista y menos misógino que él), este argumento se ha
vuelto muy popular en el club de la OTAN: no son los racistas los que
odian. Ni siquiera son racistas.
El argumento tiene, sin embargo, algunos problemas.
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