El desenfreno por un inminente mundo sin fronteras, la algarabía por la
constante jibarización de los Estados-nacionales en nombre de la
libertad de empresa y la cuasi religiosa certidumbre de que la sociedad
mundial terminaría de cohesionarse como un único espacio económico,
financiero y cultural integrado, acaban de derrumbarse ante el
enmudecido estupor de las élites globalófilas del planeta.
La
renuncia de Gran Bretaña a continuar en la Unión Europea ‒el proyecto
más importante de unificación estatal de los últimos 100 años‒ y la
victoria electoral de Trump ‒que enarboló las banderas de un regreso al
proteccionismo económico, anunció la renuncia a tratados de libre
comercio y prometió la construcción de mesopotámicas murallas
fronterizas‒, han aniquilado la mayor y más exitosa ilusión liberal de
nuestros tiempos. Y que todo esto provenga de las dos naciones que hace
35 años atrás, enfundadas en sus corazas de guerra, anunciaran el
advenimiento del libre comercio y la globalización como la inevitable
redención de la humanidad, habla de un mundo que se ha invertido o, peor
aún, que ha agotado las ilusiones que lo mantuvieron despierto durante
un siglo.
Y es que la globalización como meta-relato, esto es,
como horizonte político ideológico capaz de encausar las esperanzas
colectivas hacia un único destino que permitiera realizar todas las
posibles expectativas de bienestar, ha estallado en mil pedazos. Y hoy
no existe en su lugar nada mundial que articule esas expectativas
comunes; lo que se tiene es un repliegue atemorizado al interior de las
fronteras y el retorno a un tipo de tribalismo político, alimentado por
la ira xenofóbica, ante un mundo que ya no es el mundo de nadie.
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