No hay recursos suficientes. Debe ser la frase recurrente cuando se trata de explicar por qué la gente que sufre las calamidades previsibles que de vez en cuando azotan ciudades, pueblos y forestas, caen víctimas del egoísmo y la maldad.
Una especie de desorientación cursa entre las autoridades cuando la naturaleza dice lo suyo con fatales muestra de poder: te quedas con la sensación de que, en esta tierra de calamidades, lo que ahora pasa es nuevo e impredecible.
Para decirlo en breve, esto que vemos y que castiga a personas modestas que han perdido familiares, casas y enseres, sucede con espantosa frecuencia desde que este territorio comenzó a ser conocido como Chile.
Si fuera cosa nueva, podría ser comprensible, pero las tragedias son una marca indeleble con la cual nacemos, como la de las vacunas en los hombros o la cordillera de este lado.
¿Cada cuánto tiempo nos azota un temblor cercano a un cataclismo, una avenida que se lleva pueblos enteros cae una lluvia bíblica o pueblos y campos que arden en incendios dantescos, sino provocados, aprovechados por infames y criminales?
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