Durante décadas, Washington tuvo la costumbre de utilizar la Agencia
Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés) para sabotear a
gobiernos del pueblo, ejercidos por el pueblo y para el pueblo que no
eran de su gusto y reemplazarlos con gobiernos sumisos [elija el tipo de
su preferencia: junta militar, shah, autócrata, dictador...] en todo el
planeta. Hubo el tristemente célebre golpe de Estado organizado por la
CIA y los ingleses que en 1953 derribó al gobierno democrático iraní de
Mohammad Mosadegh y en su lugar colocó en el poder al Shah (y a su
policía secreta, la SAVAK). En 1954, hubo el golpe de Estado de la CIA
contra el gobierno de Jacobo Arbenz que instaló a la dictadura militar
de Carlos Castillo Armas; también en 1954, hubo la acción de la CIA para
hacer que Ngo Dinh Diem se hiciera con el mando en Vietnam del Sur; en
1961, hubo la conspiración –CIA-belgas– para asesinar al primer ministro
Patrice Lumumba –el primero de ese país–, que se concretó finalmente en
la dictadura militar de Mobutu Sese Seko; en 1964, hubo el golpe de
Estado realizado por los militares y respaldado por la CIA que derribó
al presidente –elegido democráticamente– João Goulart y entregó el poder
a una junta militar; y, por supuesto, en septiembre de 1973 (el primer
11-S), hubo el golpe de Estado militar, respaldado por Estados Unidos,
que derrocó y asesinó al presidente de Chile, Salvador Allende. Bueno,
el lector ya está haciéndose una idea...
De este modo, en su
calidad de guía de lo que entonces se llamaba “el Mundo Libre”,
Washington ha trabajado sin cesar y a su antojo. A pesar de que esas
operaciones eran llevadas a cabo en forma encubierta, cuando llegaban a
conocerse, los estadounidenses, orgullosos de sus tradiciones
democráticas, generalmente han permanecido imperturbables en relación
con lo que en su nombre la CIA había hecho a las democracias (y a otros
tipos de gobierno) más allá de sus fronteras. Si Washington otorgaba
repetidamente el poder a regímenes de un tipo que los estadounidenses
hubiéramos considerado inaceptables para nosotros mismos, en el contexto
de la Guerra Fría, no se trataba de algo que nos quitara el sueño.
Esas acciones han permanecido como mínimo encubiertas; esto sin duda
muestra que no se trataba de algo que pueda pregonarse con orgullo a la
luz del día. Sin embargo, en los primeros años de este siglo surgió otro
modo de pensar. En la estela de los ataques del 11-S, la expresión
“cambio de régimen” adquirió categoría de normalidad. Como un curso de
acción posible, ya no había nada que debiera ocultarse. En lugar de
ello, la cuestión fue discutida abiertamente y llevada adelante a la luz
plena de la atención mediática.
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