La primera vez que comprendí que el progreso podía dar marcha atrás y el
calendario dar una vuelta de campana fue en 1989, treinta y un años
atrás, cuando el ayatolá Jomeini condenó a muerte a Salman Rushdie por
haber escrito una novela en la que se burlaba del islam: Los versos satánicos.
El Muro de Berlín estaba a punto de caer, lo que quería decir, entre
otras cosas, que muchos escritores soviéticos censurados o arrinconados
por razones ideológicas iban a encontrarse con la censura mucho más
sutil y efectiva del libre mercado. Lo que parecía completamente
inimaginable, en oriente y occidente, en el orbe comunista y en el
capitalista, era lanzar una orden de exterminio contra un autor con
validez para los cinco continentes, una fatwa que implicaba una recompensa celestial para el asesino y la condena eterna para el hereje.
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