La táctica del Pentágono y la OTAN ha sido ignorar a su comandante-presidente: no ha cumplido con sus órdenes de retirar a los soldados de Siria, Iraq, Afganistán, entre otros países ocupados; es más, los generales de EE.UU. han barajado un golpe de Estado para derrocarle.
Para empezar, hay que distinguir entre el negocio de las armas y el negocio de la guerra. El primero puede limitarse, aunque durante un tiempo, a aumentar el stock de los comparadores, mientras el segundo también requiere invadir naciones enteras, destruir millones de vidas y apoderarse de sus recursos. Y es una realidad que el magnate convertido en presidente Donald Trump, comparando con sus antecesores, ha sido reacio a conflictos bélicos. Los lobbies árabes y proisraelíes, por ejemplo, invirtieron cantidades astronómicas en su campaña electoral del 2016 a cambio de que destruyera Irán: Sheldon Adelson, el millonario proisraelí y patrocinador de Trump, llegó a pedir el bombardeo de Teherán con armas nucleares. Incluso durante el «atentado contra Aramco» en Arabia Saudí, el derribo de un dron estadounidense en el Golfo Persico por Irán o la destrucción del avión comercial ucraniano, Trump se negó a declarar la guerra a los iraníes.
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