Ningún proceso político marcó la región latinoamericana con huella
tan profunda como la revolución cubana. Ni las revoluciones indias de Túpac Amaru y Túpac Katari, ni la revolución negra en Haití. Ni siquiera la potente revolución mexicana de Villa y Zapata
o la casi desconocida revolución boliviana de 1952. Lo sucedido en Cuba
electrizó al continente. Consiguió imantar la vida política en dos
poderosos polos que, en resumidas cuentas, se decían anti y pro
imperialismo.
Quien revise la prensa de la época, como el semanario Marcha –donde escribían Mario Benedetti y Juan Carlos Onetti y que estuvo dirigido por Eduardo Galeano–,
podrá detectar la polarización que se registró entre sus lectores.
Pero, sobre todo, el apasionamiento en la defensa de la revolución,
pilotada por jóvenes que esgrimían argumentos sencillos y contundentes,
que hablaban sin vueltas y lanzaban invectivas al imperio que pocos se
habían atrevido a pronunciar antes.
La influencia del Che y de Fidel en
América Latina tuvo la fuerza de un maremoto entre los más jóvenes, que
descubrían que se podía hacer política de otro modo, sin dobleces ni
retóricas vacías; que se podía decir pan al pan y vino al vino, algo
que las élites de la época habían olvidado en el tan largo como inútil
ejercicio del poder.
Hacia comienzos de la década de 1960, la
región había girado hacia la izquierda, primero en el terreno de la
cultura, poco después en la política. De modo que había un clima
favorable para aceptar la realidad de una Cuba revolucionaria, que
enseñaba que el camino de la acción directa era más fecundo que las
decepcionantes liturgias electorales que replicaban una y otra vez los
partidos comunistas. La revolución cubana interpeló las estáticas
estrategias comunistas, razón de más para entusiasmar a una juventud
estudiantil ávida de acciones callejeras desafiantes para las
oligarquías.
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