Piense en los políticos estadounidenses de estos momentos como si
fueran los personajes del cuento de los dos Donalds. Primero, hay un
Donald Trump que es un provocador político, un hombre con la mirada fija
en el Despacho Oval y está dispuesto a decir prácticamente cualquier
cosa para conseguirlo. Eso incluye insistir, en su campaña ‘Ante todo,
Estados Unidos’, que él –y solo él– devolverá los millones de empleos
fabriles (que es improbable que vuelvan alguna vez) y que él creará dos
industrias boom, la del carbón y la del gas natural (pese a que una y
otra están en abierta competencia. Y después, por supuesto, está el otro
Donald Trump, aquel que hará cualquier cosa por un dólar (o por un
millón, o por ambas cosas), incluyendo la deslocalización de muchos
empleos en sus propios negocios y la contratación de mano de obra
extranjera más barata para sus hoteles y centros vacacionales (o
proyectos de edificación).
Usted podría
pensar que, en el calor de esta campaña electoral, él ha decidido
realizar un modesto golpe de efecto contratando a trabajadores
estadounidenses en lugar de ‘obreros invitados’ de origen extranjero y
repatriando la confección de camisas Trump desde Bangladesh, la
confección de corbatas Trump desde China y México y otros productos por
el estilo; que, tratándose de ‘Ante todo, Estados Unidos’, en este
momento, él podría poner su dinero en el país donde come. Sin embargo,
la instantánea de Donald y los productos de importación en la reciente
inauguración del Hotel Internacional Trump en la misma calle de la Casa
Blanca es bien curiosa: una campaña publicitaria por todo lo alto y unos
precios pensados para el disfrute exclusivo los millonarios.
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