O sea que, corrompido el litoral por las continuadas políticas urbano-turísticas de ocupación implacable de un espacio escaso y frágil, colonizadas las áreas de montaña por urbanizaciones elitistas e instalaciones de esquí, tras su radical hundimiento demográfico, y envilecido el crecimiento de las ciudades a manos de prácticas esencialmente especulativas, nos quedaba el territorio interior, el rural, el más genuino y resistente, el solar de la mayoría de los españoles de las dos últimas generaciones, como esperanza de conservación y descanso para el espíritu. Pero, poco a poco, las prolíficas e insaciables infraestructuras del transporte y la energía, la agricultura intensiva, extensiva y venenosa, y el urbanismo disperso y caprichoso, fugitivo del incómodo medio urbano, fueron carcomiéndonos la perspectiva del paisaje restaurador, la memoria de nuestras vidas y el alma atribulada.
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