En 1992 el politólogo estadounidense Francis Fukuyama se atrevió a
anunciar el «fin de la historia». «Con el hundimiento de la URSS, dijo,
la humanidad entra en una nueva era. Conocerá una prosperidad sin
precedentes». Aureolada con su victoria sobre el imperio del mal, la
democracia liberal proyectaba su luz salvadora sobre el planeta
asombrado. Desembarazada del comunismo, la economía de mercado debía
esparcir sus bondades por todos los rincones del globo, unificando el
mundo bajo los auspicios del modelo estadounidense (1). La desbandada
soviética parecía validar la tesis liberal según la cual el capitalismo
–y no su contrario el socialismo- se adaptaba al sentido de la historia.
Todavía hoy la ideología dominante reitera esta idea simple: si la
economía planificada de los regímenes socialistas cayó, es porque no era
viable. El capitalismo nunca estuvo tan bien y ha conquistado el mundo.
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