A principios de siglo, dos cosas me llamaban la atención de mis nuevos estudiantes en Georgia y luego en Pensilvania. Primero, la fe como principal instrumento de juicio. Lo segundo se refería a un sobreentendido: cada vez que los estudiantes leían una obra de ficción, sus análisis consistían en deducir qué había querido decir el autor y qué quería que sus lectores hicieran.
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