La dictadura cotidiana del smartphone y las redes (anti) sociales ha naturalizado su propia existencia, como si fuera consustancial a la esencia humana. Algo así como si la humanidad hubiera surgido repleta de aparatejos microelectrónicos y no pudiera vivir sin ellos. Por ende, cuestionar el orden tecnológico de la microelectrónica parece traído de los cabellos, máxime que corporaciones informáticas, que obtienen grandes ganancias con el consumo de celulares, sus aplicaciones y derivaciones [como las redes], se presentan a sí mismas como benéficas para los habitantes del planeta y eso las haría incuestionables.
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