Las circunstancias que afectan a los gobiernos progresistas en 
América Latina siguen despertando mucha atención. Algunas reflexiones 
recientes señalan una crisis, un final o un agotamiento del progresismo,
 mientras que otros rechazan cualquier debilidad o retroceso (1). 
Intentando salir del ruido en este debate, se confirma la divergencia 
entre izquierdas y progresismos, donde éstos últimos muestran una 
condición propia de un agotamiento antes que un final. Sorpresivamente, 
unos cuantos defensores de los progresismos en lugar de repotenciarlo 
confirman esta situación. 
 
 El reconocimiento que los 
progresismos tienen una identidad política en sí misma es evidente desde
 los dichos y prácticas de esos gobiernos y sus bases de apoyo. Estos 
usan ese rótulo, lo defienden, e incluso lo usan en sus coordinaciones 
continentales (como los Encuentros Latinoamericanos Progresistas, ELAP).
 
 
 Esta distinción del progresismo como un régimen político 
distintivo, que resulta de una “gran divergencia” con las izquierdas 
desde las cuales se originaron, ya fue señalada poco tiempo atrás (2). 
En efecto, las izquierdas de fines de los años noventa, entre otras 
cosas criticaban las bases conceptuales del desarrollo, se 
comprometieron a terminar con la corrupción en el estado y la política, 
defendían la ampliación de los derechos y la justicia, buscaban una 
radicalización de la democracia con más participación y consultas, y 
estaban estrechamente vinculadas a diversos movimientos sociales. 
 
 Los progresismos actuales, en cambio, abrazan las ideas del desarrollo 
aunque disputan la apropiación de sus excedentes, parecen haberse 
rendido ante la corrupción, recortan algunos derechos ciudadanos, 
insisten en una mirada economicista de la justicia, detuvieron o 
retrocedieron en los mecanismos de democracia participativa y 
deliberativa para volcarse hacia el hiperpresidencialismo, y poco a poco
 se fueron desconectando de muchos movimientos sociales hasta terminar 
enfrentados con algunos de ellos. 
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