Al Secretario de Estado John Kerry debería reconocérsele la hidalguía 
que trasuntan sus palabras cuando dijo, al explicar ante la prensa 
internacional el cambio de la política de Estados Unidos hacia Cuba, que
 “durante más de cincuenta años tratamos de aislar a Cuba del sistema 
hemisférico, y los que terminamos aislados fuimos nosotros”. Reconoció 
una gran verdad: a lo largo de esta pulseada de medio siglo la pequeña 
isla del Caribe, gigantesca por su proyección moral y por su condición 
de potente faro de referencia para los procesos de liberación en África,
 Asia y América Latina, terminó por imponer sus condiciones a la Roma 
americana: normalización de relaciones sin renunciar un ápice a los 
postulados de la revolución, sus conquistas históricas y sin abandonar 
siquiera por un momento la ruta escogida hacia su segunda y definitiva 
independencia. Claro que Washington tampoco archiva sus viejos planes: 
seguirá promoviendo el “cambio de régimen” en Cuba, lo que demuestra 
que, parafraseando a Jorge Luis Borges, “el imperio es incorregible”, y 
proseguirá con sus planes de dominación mundial denunciados a lo largo 
de décadas por Noam Chomsky, ese Bartolomé de las Casas del imperio 
norteamericano como apropiadamente lo llamara Roberto Fernández Retamar.
 
 El empecinamiento de Washington revela los alcances de la 
enfermiza obsesión cubana de la burguesía imperial: quieren apoderarse 
de esa isla desde hace más de doscientos años –como lo declarara en 1783
 quien luego sería el segundo Presidente de Estados Unidos, John Adams- y
 no han podido. Pudieron con tantos otros países, pero no con Cuba. Esa 
obcecación, hecha crónica por el decurso de los siglos, se convierte en 
la madre de una conducta diplomática aberrante: se restablecen 
relaciones con Cuba pero se declara arrogantemente que no se cejará en 
el empeño por derrocar al gobierno con el que se “normalizan” relaciones
 y por acabar con las instituciones y las leyes de lo que, con desdén, 
se denomina “el régimen”. Esto en psiquiatría se llama “esquizofrenia”, 
en diplomacia se suele utilizar un término más amable: “duplicidad”, 
pero en el fondo es lo mismo. Y para lograr ese ilegal y sedicioso 
cambio de régimen -imaginemos la recíproca: ¡que Raúl Castro hubiera 
declarado que al normalizar relaciones con Estados Unidos La Habana no 
cejaría en sus esfuerzos para derrocar al gobierno y al orden social 
imperante en aquel país!- Washington apela a un arsenal de instituciones
 gubernamentales o no, todas financiadas por el Tesoro estadounidense, 
con el irreprochable, en el papel, propósito de “revitalizar a la 
sociedad civil”. El Vicepresidente del Estado Plurinacional de Bolivia, 
Álvaro García Linera, hace rato que viene denunciando el carácter de 
tentáculos del imperialismo de estas ONGs cuya verdadera misión es bien 
otra: socavar desde adentro a los gobiernos de izquierda y progresistas 
de la región. Esta consigna: “revitalizar a la sociedad civil”, es un 
conveniente eufemismo que encubre su verdadero objetivo: subvertir el 
orden constitucional y precipitar la caída de todo gobierno considerado 
inamistoso por, o insumiso ante, los mandamases del imperio. Ejemplos 
recientes y sumamente aleccionadores de la “revitalización de la 
sociedad civil” auspiciados por Washington son Ucrania, Libia, Siria y 
antes, en Nuestra América, Honduras y Paraguay.  
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