Donald J. Trump se postuló para presidente con una plataforma electoral
que incluía la promesa de volver a instaurar la técnica de tortura del
submarino [simulación de ahogamiento] y “muchísimas cosas más”. Durante
la campaña, Trump dijo a sus seguidores: “Tenemos que luchar de forma
tan brutal y violenta porque estamos lidiando con gente violenta…
Tenemos que combatir el fuego con el fuego… o no va a quedar gran cosa
de nuestro país” [1]. Actuaba, claramente, a partir de la premisa de que
esas técnicas funcionan, de que el tipo de personas sometidas al
submarino y otras formas de violencia cuando están privadas de libertad
en la “guerra contra el terrorismo” –es decir, los musulmanes- se las
merecen y que fue un gran error que Barack Obama, en 2009, cancelara el
programa de torturas de la administración George W. Bush. Las masas que
aplauden la retórica a favor de la tortura de Trump son un reflejo de
cómo el apoyo popular a la tortura se ha convertido en la prueba de
fuego de un tipo de patriotismo de marca dura en el que el principio
universal de la dignidad humana se desprecia como ficción liberal
políticamente correcta.
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