Olvidaos del poema de Emma Lazarus y de la Estatua de la Libertad:
en realidad nadie querría ser un inmigrante en el Estados Unidos de
hoy. Como señaló hace poco tiempo Dara Lind en Vox, en estos
momentos ser un inmigrante o hijo de uno (aunque se sea ciudadano
estadounidense) significa vivir en un “miasma de temor”. Esa es la
conclusión de dos estudios recientes acerca de inmigrantes de todo tipo,
incluso los residentes permanentes y sus hijos. ¿Quién podría
sorprenderse de esto en un Estados Unidos en el que, desde el futuro
muro de Donald Trump en la frontera con México hasta el ataque del
Fiscal General Jeff Session en el Tribunal Supremo contra la política
inmigratoria de California, la misma noción de ser un inmigrante ha sido
transformada en una imagen de delitos, bandas, drogas y –el mayor de
los cucos de nuestro tiempo–: terroristas? Desde el primer día de la
campaña presidencial de Trump, en junio de 2015, cuando tildó a los
inmigrantes mexicanos de “violadores”, él y sus colegas no han aflojado.
La demonización de la misma idea de inmigración, al menos la
proveniente de los “países de mierda”, que vienen a ser más o menos
cualquier lugar del mundo que no esté gobernado por blancos, ha sido la
consigna.
Sem comentários:
Enviar um comentário