A pesar de las resoluciones de las Naciones Unidas, la aquiescencia
global ante la ocupación de Palestina por parte de las anteriores
potencias coloniales ha negado a los palestinos su libertad, su estatus
de ciudadanos y su ejercicio de los derechos humanos a nivel
internacional. A nivel de la sociedad, la ocupación ha generado capas y
capas de humillaciones al mantener la desigualdad en las relaciones de
poder y en las percepciones del estatus cultural. Además de estas
amplias fuentes de agravio, a los palestinos no se les escatima tampoco
toda una serie de inacabables experiencias de humillación como
individuos.
Las omnipresentes fuerzas israelíes entran en
contacto diario con los hombres, mujeres y niños palestinos; en esas
interacciones, la humillación y la vergüenza son habituales. Una se
pregunta: ¿cómo puede un hombre humillado mirar a los ojos de su mujer y
hacer que se sienta protegida y orgullosa? ¿Cómo puede un padre
humillado prometerle un futuro mejor a un pequeño que depende de un ser
humano al que le han destrozado el espíritu?
En un ejemplo que
resulta aleccionador, Isa (se han cambiado todos los nombres por razones
de seguridad), un hombre que trabajaba como conductor para una
organización médica, había llevado a un grupo de trabajadores de la
salud a una zona aislada afectada por la violencia política. Mientras
esperaba dentro de su vehículo a que sus compañeros volvieran, los
soldados israelíes se aproximaron para preguntarle qué es lo que estaba
haciendo. Presentó la documentación pertinente que demostraba que él y
la organización médica estaban autorizados para entrar en ese lugar y
explicó que esperaba a sus colegas para llevarles de vuelta. Un soldado
empezó a gritarle en una forma que todo el mundo pudo escuchar: “¡Estáis
aquí para curar perros! ¡Ven a mi casa y cura a mi perro, que está
enfermo!” El conductor le respondió: “Yo no curo a nadie. Sólo conduzco
el coche”. Como respuesta, el soldado golpeó a Isa en la cara.
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