Nos viene a la mente de inmediato asociar el vocablo “guerra” a las que
se dan entre estados, pero basta echar una mirada a la historia para
percatarnos de que ha habido guerras de diversas índoles, así que más
que una estricta definición de guerra, el autor nos pone ante la
evidencia de asociar la guerra a destrucción provocada con intención
apropiatoria o destructiva, de manera que identificamos al “enemigo”,
pero que no tiene por qué ser únicamente militar. Como dice el autor, las
guerras financieras probablemente sean más devastadoras que las guerras
militares, y el enemigo, el provocador de la hostilidad, es la alta
finanza contemporánea. No hay que confundir el hecho de que en toda
guerra está presente la componente financiera, que ha mutado en un
conflicto nuevo: las instituciones financieras mundializadas, grandes y
autónomas frente a la población y el Estado, que son sus adversarios,
salvo las elites político-administrativas, sometidas por interés, por
conveniencia o vanagloria de estar con el fuerte. Se manifiesta a través
de los fraudes sistémicos que genera incluso sin necesidad de vulnerar
la legalidad, elaborada a su servicio en buena medida (el sistema de
partidos está a su servicio) y el sistema llamado de “puertas
giratorias” entre los cargos públicos y los trabajos privados contribuye
a crear lo que Galbraith llamó la “virtud social conveniente”, y
también sorteando la supervisión (los Bancos Centrales son grandes
culpables de esto último). Los daños causados van desde la ruina
económica de millones de personas, con pérdida de su empleo, de su
patrimonio y de vivienda familiar, hasta la muerte (suicidios) y
reducción de la esperanza de vida (tengo leído que la crisis de 1998
generó una reducción de la esperanza de vida entre los rusos de 10 años,
para algunos autores; cinco, para otros).
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