Un metro noventa y tres, rasgos perpetuamente juveniles, voz profunda y 
cavernosa, el jopo prolijamente desarreglado, los ojos firmes y esa  erre  resbaladiza. A veces, la barba, el cigarrillo o la pipa. Julio Cortázar
 (1914-1984) no envejecía, su cara se burlaba del paso del tiempo. Con 
su adhesión a los regímenes revolucionarios latinoamericanos surgió, 
conveniente y sorpresivamente, una barba tupida (se le atribuye a un 
efecto secundario de un tratamiento hormonal) que llegó para esconder 
todo síntoma de vejez. Esa es la imagen de Cortázar que permanece en el 
inconsciente colectivo. Y también permanecen, invencibles, muchos de sus cuentos y la pasión que desató en varias generaciones de lectores.
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