Footprints - Praia do Castelejo, Vila do Bispo, Algarve

sábado, 28 de outubro de 2017

Estadounidenses armados

Mi amigo J. quería que, antes de que me pusiera a escribir sobre armas en los Estados Unidos, probara primero qué se siente al disparar. Era domingo. Como la gente va a misa por la mañana, tuvimos que esperar que se hicieran las doce para que abriera el sitio de práctica de tiro más cercano. Por respeto, las puertas del polígono no se abren hasta que no se cierran las de dios. El lugar quedaba en un típico centro comercial, de esos que tienen sólo un par de locales y una playa de estacionamiento al aire libre. De un lado estaba el Starbucks. Del otro, una empresa de telefonía celular. Fuimos los primeros en llegar. Como yo nunca había disparado, el muchacho que atendía le dijo a J. que tenía que hacerse cargo de mi seguridad, y lo puso a prueba. Le dio una pistola Glock y le pidió que le sacara el seguro. Hacía tiempo que J. no tenía un arma en sus manos y no se acordaba cómo desactivar el mecanismo. No es que no hubiera tirado nunca. Lo hacía desde chico en Oklahoma, y sus propios hijos -dos adolescentes- saben tirar porque les enseñaron los abuelos. Tirar es un rito de la vida y en lugares como esos, más bien rurales, pasa de una generación a otra. Mientras J. luchaba con la Glock, un tipo de tamaño inmenso entró al local con su arma. Era un AR-15, una bestia semiautomática que se utilizó en varias masacres colectivas. A nadie se le movió un pelo por la presencia de semejante pedazo de caño. Mientras el grandote desaparecía por una puerta, el empleado nos dijo con ese tono formal que usan los policías: “Lo siento señor, no podré permitirles el ingreso”. Y yo respiré tranquila.

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