Mi amigo J. quería que, antes de que me pusiera a escribir sobre armas
en los Estados Unidos, probara primero qué se siente al disparar. Era
domingo. Como la gente va a misa por la mañana, tuvimos que esperar que
se hicieran las doce para que abriera el sitio de práctica de tiro más
cercano. Por respeto, las puertas del polígono no se abren hasta que no
se cierran las de dios. El lugar quedaba en un típico centro comercial,
de esos que tienen sólo un par de locales y una playa de estacionamiento
al aire libre. De un lado estaba el Starbucks. Del otro, una empresa de
telefonía celular. Fuimos los primeros en llegar. Como yo nunca había
disparado, el muchacho que atendía le dijo a J. que tenía que hacerse
cargo de mi seguridad, y lo puso a prueba. Le dio una pistola Glock y le
pidió que le sacara el seguro. Hacía tiempo que J. no tenía un arma en
sus manos y no se acordaba cómo desactivar el mecanismo. No es que no
hubiera tirado nunca. Lo hacía desde chico en Oklahoma, y sus propios
hijos -dos adolescentes- saben tirar porque les enseñaron los abuelos.
Tirar es un rito de la vida y en lugares como esos, más bien rurales,
pasa de una generación a otra. Mientras J. luchaba con la Glock, un tipo
de tamaño inmenso entró al local con su arma. Era un AR-15, una bestia
semiautomática que se utilizó en varias masacres colectivas. A nadie se
le movió un pelo por la presencia de semejante pedazo de caño. Mientras
el grandote desaparecía por una puerta, el empleado nos dijo con ese
tono formal que usan los policías: “Lo siento señor, no podré
permitirles el ingreso”. Y yo respiré tranquila.
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