Hemos ingresado en un escenario inestable, sin posibilidades de
alcanzar metas de corto plazo ni de trazar proyecciones. La idea del
futuro como autopista de alta velocidad, acaso como un oscuro y frío
túnel que pese a su longitud tendría necesariamente una salida luminosa,
una recompensa por el trabajo y su sacrificio denominada ya sea
progreso, modernidad o desarrollo, tiene hoy más características de mito
que de armazón ideológico. En algún momento tras la postmodernidad
caímos en un pantano que ningún discurso, ni político ni histórico, ha
conseguido secar. Esos relatos del capitalismo de última generación, de
globalizadores tardíos y socialdemócratas conversos, se han estrellado
con una realidad perfilada por los efectos catastróficos de sus
construcciones utópicas.
El edificio neoliberal, consolidado tras la
caída de los muros y socialismos hacia finales de los 80 del siglo
pasado, ha sido una condición no sólo hegemónica, sino totalitaria. Un
orden imbricado con las instituciones del Estado, que ha concentrado
tras el capital todos los poderes reales, potenciales y posibles. En
esta escena, inicialmente opaca y borrosa y hoy nítida en todas sus
dimensiones, las contradicciones han llegado tal vez a levantar marcas
históricas. El triunfo final del capital, de la riqueza en todos sus
niveles y densidades, se apoya, como siempre, en el despojo masivo y
extensivo, en la apropiación por desposesión.
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