Coyoacán, Ciudad de México. Contenida por las calles Viena,
Morelos y Churubusco se levanta la casa en la que Trotsky buscó su
último refugio y donde halló la muerte cuando sólo habían transcurrido
tres años y medio de su exilio mexicano en enero de 1937. Ahora es una
casa-museo de obligatoria visita, testimonio de uno de los episodios más
tristes de la historia del siglo XX. Se aprecia rápidamente que en
aquella casa reinaba la austeridad. Está claro que la riqueza de Trotsky
era inmaterial, que residía en su cabeza, en su alma. El visitante
aprecia también al instante, junto a la austeridad, un clima de orden y
disciplina propio de una vida dedicada al trabajo. Trotsky resistía con
su trabajo, resistía a la derrota personal y política. Pese a su
vulnerabilidad y la amenaza constante de atentado contra su vida, es
difícil imaginarlo viviendo con miedo en aquella casa. Se sabía
condenado y trabajaba. Simplemente, trabajaba como el intelectual
revolucionario que siempre fue. Claro que su drama era demasiado real, y
un crimen surrealista terminó cumpliendo la orden firmada tiempo atrás:
la de acabar con su vida. A la sazón, escribía una biografía de Stalin
que desgraciadamente quedó inconclusa. El héroe revolucionario moría
como víctima de la gran revolución que él mismo había dirigido: México,
21 de agosto de 1940. El criminal, un personaje insignificante, un tal
Ramón Mercader, al que la historia registra sólo como asesino de
Trotsky.
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