Wittgenstein decía que era mejor guardar silencio sobre aquellas cosas
que no podían ser aprehendidas a través del lenguaje —como Dios, el
mundo, etc.—, y eso lo hacía en una época en la que las gentes mantenían
cierta vocación de construir en común un discurso para llegar a la
verdad. Probablemente si el filósofo vienés levantara la cabeza en los
albores de este tercer milenio, se quedaría perplejo al ver no solo que
ese prudente silencio ha desaparecido, sino lo que lo ha sustituido.
Pues en este tiempo atropellado en que vivimos parece que el lenguaje
está perdiendo en el discurso público —y no solo de forma coyuntural— su función esencial: la capacidad para comunicarse de una manera razonable con los demás.
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